Recorrimos la habitación de nuevo, en caso de que no los hubiéramos visto. Al final, Aura fue a donde se encontraba el guardia, un hombre uniformado de edad adulta, y le preguntó dónde estaban los ajolotes. El hombre no sabía nada de los ajolotes, pero algo en la expresión del rostro de Aura pareció darle que pensar y le pidió que aguardara un momento. Salió de la sala y volvió un momento después acompañado de una mujer un poco más joven que él y vestida con una bata azul de laboratorio. La mujer y Aura intercambiaron murmullos en francés, así que no pude entender lo que decían, pero la mujer tenía una expresión animada y cordial.
Cuando salimos, Aura se detuvo un momento con cara de asombro. Luego me dijo que la mujer recordaba a los ajolotes, que incluso llegó a decir que los extrañaba, pero que se los habían llevado años atrás y ahora se encontraban en el laboratorio de cierta universidad. Aura llevaba su abrigo de lana color gris carbón y una bufanda de lana blanca alrededor del cuello. Algunos mechones de su liso cabello negro enmarcaban en desorden la redondez de las mejillas suaves, enrojecidas como si las hubiera quemado el frío, aunque en realidad no hacía mucho frío. Unas cuantas lágrimas saladas, no un torrente, se desbordaron de sus ojos anegados y resbalaron por sus mejillas.
"¿Quién llora por algo así?", recuerdo haber pensado. Besé las lágrimas y respiré ese calor salobre de Aura. Fuera lo que fuera aquello que tanto le afectó por la ausencia de los ajolotes, parecía parte del mismo misterio que el ajolote espera que el hombre revele, hacia el final del cuento de Cortázar, al escribir un cuento. Siempre tuve deseos de saber qué se sentía ser Aura.
"¿Où sont les axolotls?", escribió en su cuaderno. ¿Dónde están?
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(...)Desde el primer día de Aura en nuestro departamento de Brooklyn hasta casi el último, la acompañé a la estación de metro cada mañana (...). Me gustaba, en particular, cuando tenía ánimos para detenerse cada pocos pasos y besar o mordisquear mis labios como una cachorra de tigre, el gesto de sonrisa silenciosa que hacía después de mi "¡auch!" y la manera en que se quejaba, "Ya no me quieres, ¿verdad?", si no le tomaba la mano o pasaba mi brazo sobre sus hombros en el momento en que ella lo deseaba. Me gustaba mucho nuestro ritual, excepto cuando en realidad no me gustaba, cuando me llenaba de preocupación: ¿cómo me las voy a arreglar para escribir otro maldito libro con esta mujer que me hace acompañarla a la estación del metro cada mañana y que me engatusa para ir a Columbia a almorzar con ella?(...)
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En la playa, sacamos a Aura del agua, yo y algunos de los bañistas que me vieron o que escucharon mis gritos de ayuda, y la tendimos en la pendiente, casi una zanja, que las olas habían hecho (...). Mientras se esforzaba por tomar aire, cerrando y abriendo la boca, susurraba tan sólo la palabra "aire" cuando necesitaba que presionara de nuevo mis labios contra los suyos, Aura dijo algo que en realidad no recuerdo haber oído, así como tampoco recuerdo mucho de lo que sucedió. Pero su prima Fabiola sí la escuchó, antes de correr en busca de una ambulancia, y más tarde me lo dijo. Lo que Aura había dicho, una de las últimas cosas que me dijo, fue: "Quiéreme mucho, mi amor".
"No quiero morir". Quizás ésa fue la última frase que pronunció entera, quizá sus últimas palabras...
"El novelista Francisco Goldman se casó con Aura Estrada en 2005. Casi dos años después, una ola arrastró a Aura durante unas vacaciones en una playa de Oaxaca. Aura murió. Francisco escribió "Say Her Name", la novela que hace la crónica del luto del escritor, un dolor sin fondo..."
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El libro comienza a circular en español este mes con el sello de Sexto Piso y dudo que pueda esperar a pedirlo como regalo de Navidad.